(Por Ariel Scher (*)) Todas las fórmulas para que fuéramos felices jugando al fútbol habían fracasado.
Un entrenador nos había enseñado a ganar cada partido, un dirigente nos había prometido mil premios, una multitud nos había ovacionado en cien noches: para nosotros importaba menos que el sol de hacía un milenio o que la lluvia de un futuro en el que ya no seríamos ni cenizas.